
Desde el pasado verano, Vicente Lorenzo, de 64 años, pasa las noches y unas horas al día en un trastero. Un pequeño espacio donde duerme en una colchoneta hinchable, hay una estantería de pared y cabe una mesa en la que coloca su portátil con conexión a internet, tal y como se ve en las fotos que envía por WhatsApp a El HuffPost y que prefiere que no se publiquen por respeto a su situación temporal. Con un calefactor calienta el habitáculo. Sin ahorros, divorciado desde hace seis años y con dos hijos de 31 y 36 años a los que “no quiere pedir ayuda económica”, los ingresos que tiene Lorenzo son los 451 euros que recibe por un subsidio por desempleo por ser mayor de 52
años. Dice que le alcanzan para pagar el alquiler del trastero, el teléfono, la conexión a Internet, comprar algo para desayunar —no suele cenar— y para hacer frente a los gastos de transporte.
Cada día, Lorenzo se levanta a las siete de la mañana para caminar, regresa para estar unas horas delante del ordenador dando forma a “su nuevo proyecto empresarial” —una red de profesionales en la atención y cuidado de personas mayores que denomina Calidad de Vida Circular— y a mediodía se desplaza hasta el comedor social centenario que tienen las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paul en General Martínez Campos, una calle próxima al centro de Madrid y a unos diez kilómetros del trastero convertido en una especie de casa por necesidad.
“Las colas ya no dan la vuelta al edificio, quedan los más vulnerables”, afirma Jacinto, un jubilado que lleva 17 años colaborando con el programa social de esta congregación. En una fría y soleada mañana de las últimas semanas del año pasado, en el mismo espacio donde decenas de personas esperan su turno para subir al comedor, descarga su furgoneta llena de barras de pan. En los peores meses de 2020 eran cientos los demandantes que se agolpaban en este lugar, cerca de la entrada al edificio, y fuera del recinto, ocupando gran parte de esta conocida calle del barrio de Chamberí. Una imagen que llamó la atención de muchos medios que denominaron a aquellas filas de gente
como las “colas del hambre”.

“Me costó mucho venir aquí”, confiesa Vicente Lorenzo con la voz quebrada y ojos humedecidos mientras hace cola para entrar a comer en el turno de adultos de la una de la tarde. Con porte elegante y móvil en mano, su figura llama la atención. “Una de las cosas que he aprendido es a no negar la realidad”, agrega mientras cuenta cómo ha llegado hasta aquí al mismo ritmo que avanza la fila.
Hasta octubre de 2020, este madrileño que empezó a trabajar a los 14 años, era dueño de la residencia de mayores Fuente del Berro, un negocio privado que contaba con diez plazas de un coste mensual individual de 1.600 euros, vivía en un piso de alquiler y jamás había pensado que su vida iba a dar un vuelco de 360 grados. “Si no hubiera habido pandemia, yo no estaría en esta situación”, sostiene Lorenzo, que achaca el cierre de su residencia a una normativa de la Consejería de Sanidad de la Comunidad de Madrid que le obligaba a reducir su capacidad a ocho plazas para tener una zona de aislamiento covid (espacio reservado a residentes con PCR positiva con o sin síntomas). Según Lorenzo, y haciendo referencia a la noticia del cierre de la residencia que publicó eldiario.es en noviembre de 2020, no le quedó más remedio que decir adiós al negocio “porque no le cuadraban las cuentas ni tenía liquidez para aguantar” —explica que trató de pedir un crédito ICO, pero se lo denegaron— y “por dignidad personal”. Cuenta que tuvo que dejar a deber un mes de nómina a los empleados y 25.000 euros a los bancos. “Somos una sociedad hipócrita en la que no se acepta el fracaso”, se queja.
A Lorenzo todavía le quedan varios años para poder jubilarse. “Es casi imposible encontrar trabajo a mi edad”, se lamenta este antiguo informático que, en su larga etapa como trabajador por cuenta ajena, llegó a tener puestos de responsabilidad en diferentes empresas españolas y extranjeras. Sin embargo, y a pesar de su situación, Lorenzo desprende una gran vitalidad y tiene un discurso cargado de optimismo: “Hay que levantarse con una motivación. Todos los días me tengo que poner un chute de adrenalina porque cuidado con tener la cabeza vacía”. Lo que a él le mueve, insiste, es sacar adelante su nuevo proyecto porque no ve muchas más opciones, pero se encuentra en una encrucijada: sin propiedades, sin ahorros —dice que invirtió 60.000 euros de su bolsillo en la residencia—, solo cuenta con el dinero mensual que percibe de un subsidio que, si se hace autónomo para poder emprender, lo perdería.
Mientras busca una salida, no le queda otra que venir a las Hijas de la Caridad para alimentarse. En el espacioso y luminoso salón al que Lorenzo está a punto de entrar y que está a un 75% de ocupación para guardar distancia de seguridad por el coronavirus, se encuentra Josefa Pérez, directora del Programa Integral Vicente de Paúl (PIVP). “Ya puedes ser muy bueno, pero la pandemia ha tratado a todos por igual”, subraya sor Josefa. “Hay personas que jamás pensaron que podían tener una situación de vulnerabilidad y ahora la están sufriendo”, añade.

Entre los perfiles de beneficiarios que han llegado al comedor social durante los casi dos años de pandemia, sor Josefa cita incluso a personas que antes donaban al programa con alimentos o económicamente y que en estos meses les ha tocado venir a pedir ayuda. Pero hay de todo, tanto españoles como extranjeros. “Para las familias que estaban en una situación más frágil, la pandemia ha sido criminal porque tienen miembros desempleados u otros que se han comido el paro y no encuentran nada. También llegan jóvenes que nunca han trabajado, que lo tienen difícil para incorporarse y que no cuentan con una red familiar en la que apoyarse; personas en ERTE de larga duración o que lo cobraron tarde; mayores de 45 y 50 años en paro y que no encuentran nada; o autónomos del mundo de la hostelería que lo están pasando mal. En cuanto a inmigrantes, recibimos a muchos de países de América Latina donde el coronavirus ha golpeado más duro que aquí y también de África, sobre todo ahora jóvenes que vienen de Marruecos”.
En 2020, el equipo que lidera la religiosa y que está formado por 23 trabajadores, siete hermanas y unos 60 voluntarios, atendió a 1.834 personas, mientras que en 2021 la cifra se redujo tan solo hasta 1.600 beneficiarios. Además de dar de comer a diario a una media de 300 adultos en dos turnos y con bolsas de comida para los que no caben en el comedor, en el turno de las once de la mañana van unas 90 familias con menores a recoger comida elaborada para todo el día y que calientan posteriormente en sus casas.
Aparte de los recursos propios del programa, el comedor social cuenta con apoyo financiero del Ayuntamiento de Madrid, así como de donantes anónimos y entidades privadas, y recibe comida y aportaciones en especie de colegios, parroquias, empresas y del Banco de Alimentos de Madrid -según datos de esta entidad, siguen repartiendo a diario 190.000 comidas en toda la comunidad, 60.000 más que en 2019, antes de la pandemia-,
“Las personas que vienen al comedor o a por las bolsas, siempre han llegado con un informe de Servicios Sociales del Ayuntamiento de Madrid, pero desde que están desbordados de trabajo por la pandemia lo que hacemos es pedir la documentación de las familias y llamamos al centro de salud y a los trabajadores sociales para que estén informados en todo momento de que se les está atendiendo”, subraya sor Josefa. “La necesidad hay que priorizarla y no podemos esperar a Servicios Sociales porque habiendo menores, no lo podemos permitir”.
Lee el artículo completo en El HuffPost (Publicado el 15/01/2022).